La humanidad no tiene más alternativa que enfrentar unida la crisis climática.

Editorial Diario El Tiempo
25 de octubre 2020, 01:01 a. m.

Esta semana se reveló el informe anual a cargo de la plataforma Earth Overshoot Day que da cuenta del ritmo al que cada país consume sus recursos naturales. La gran mayoría, incluida Colombia, a estas alturas del año ya han consumido más recursos de los que sus ecosistemas son capaces de regenerar en un lapso de doce meses. También esta semana, la crisis climática fue uno de los ejes del debate entre los candidatos a la presidencia de la principal potencia mundial. Uno tras otro se estrenan documentales con advertencias contundentes sobre el futuro que nos espera de no llevar a cabo transformaciones profundas. Es evidente que cada vez es más difícil evadir este tema, incómodo para todos.

Y es que el mundo enfrenta un desafío como muy pocos en la historia de la humanidad. Está en juego la supervivencia de la especie, como tantas veces se ha repetido. Y, a diferencia de otras encrucijadas que encarnaban un riesgo parecido, como la carrera nuclear, la solución no está en manos de unos pocos líderes ni depende de un puñado de voluntades.

No es un asunto únicamente de exceso de contaminación –que es un problema, claro, basta ver el continente de desechos plásticos que flotan en el Pacífico–, como erróneamente lo asume Donald Trump. La crisis ambiental, resultado, sobre todo, del progresivo y acelerado calentamiento de la atmósfera por las emisiones de dióxido de carbono y otros gases de efecto invernadero, es cada vez más difícil de pasar por alto. Es el momento de cuestionar estilos de vida sencillamente insostenibles. Patrones de consumo que, por decirlo de alguna manera, matonean el planeta, la casa común.

Aquí hay que tener claro que un aumento de la temperatura de la Tierra de entre 1,5 y 4 grados, como parece ser ya inevitable, rompe un frágil equilibrio y da pie a eventos catastróficos como los que ya están ocurriendo. De ahí que todos los esfuerzos deban dirigirse a que la cifra no supere los 1,5 grados y, principalmente, a tener claridad en cuanto a que estos cambios impactan todos los ecosistemas, recordándonos de una forma muy cruda que la vida está toda interconectada. Cualquier esfuerzo para preservarla ha de ser armónico.

Ante esta realidad va quedando claro que todos los seres humanos tenemos algo que aportar, hacer cambios en nuestras vidas. Y la gravedad de la situación obliga a que sean cada vez más drásticos. Ya no basta con separar desechos en la fuente o sembrar ocasionalmente un árbol. El aporte pasa por revisar, por ejemplo, los hábitos alimentarios y asumir un consumo consciente de forma permanente, tener presentes las buenas prácticas ambientales de las empresas, como criterio a la hora de elegir y cuestionarse si ciertos caprichos personales no tienen un costo demasiado elevado que terminará pagando la próxima generación.

En este sentido, puede verse como positivo el valor pedagógico de la pandemia de covid-19. El coronavirus, de un modo abrupto y traumático, nos ha obligado a tener un mayor grado de consciencia de las consecuencias de nuestras acciones cotidianas. Esta misma disposición muy pronto será necesaria también en términos del impacto ambiental de nuestras actividades cotidianas, en particular para medir su huella de carbono.

Pero hay que advertir que el hecho de que se trate de una tarea de todos de ningún modo libera a los Estados de su responsabilidad a la hora de implementar políticas públicas que aborden con decisión y audacia las causas del problema. Tampoco los exonera de su deber de actuar coordinadamente con otros Estados, un desafío tan enorme hace del multilateralismo una obligación. Dejar todo en manos de la buena voluntad de las personas y de la disposición del sector privado para autorregularse sería un gravísimo error. Dejar todo en manos de la buena voluntad de las personas y de la disposición del sector privado para autorregularse sería un gravísimo error.

Por eso es desolador constatar que esta cuestión no ha escapado de los vientos polarizantes que hoy azotan la política mundial. Se ha roto el consenso que existió hasta hace unos años entre gobernantes de todas las corrientes con respecto a la gravedad del asunto y la necesidad de actuar. En tiempos de populismos de izquierda y derecha ha surgido una línea de mandatarios, liderada por Donald Trump, que niegan el calentamiento global y de paso caricaturizan a quienes alertan de su gravedad. El primero de muchos retos en este campo es construir consensos entre opuestos, sobre la base de que el calentamiento global es real. Así de simple.

La marcha hacia un futuro en el que la humanidad pueda mantener un nivel de vida digno y en armonía con el ambiente tiene varios caminos posibles. Algunos conllevan el peligro de agudizar la desigualdad, por lo que deben evitarse. Y lo primero es entender a fondo que un riesgo común a todos los seres humanos, sin excepción posible, obliga a un esfuerzo así mismo común.

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